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Los límites de lo doméstico. ¿son nuestras viviendas capaces de adaptarse a distintos modos de vivir?

Corresponsabilidad de los cuidados

En Barcelona (España), el 30,9% de la población vive sola actualmente (2), lo que puede desembocar en el aislamiento social de estas personas, así como un extendido sentimiento de soledad. Ésta es una de las diversas situaciones posibles que permiten afirmar que los cuidados, de los que se ha hablado con anterioridad, no siempre están garantizados en el propio hogar. Surge de esta forma, y otra vez, la necesidad de una “tribu” que, mediante los mecanismos adecuados, puede florecer a partir de un tejido barrial fuerte, evitando el aislamiento de la población, sobre todo de las personas más vulnerables.

Según el Col·lectiu Punt 6 (2019: 169), “la corresponsabilidad social de los cuidados debe concretarse en espacios públicos que proporcionen un soporte físico para el desarrollo de estas actividades” y, entendiendo que, como arquitectos, en la mayoría de los casos, trabajamos en contextos ya consolidados, estas arquitectas, sociólogas y urbanistas plantean la posibilidad de que diferentes tipologías de vivienda puedan organizarse bajo una cooperativa para compartir los servicios y espacios de cuidado de la vida cotidiana, tanto con infraestructura dura (cocina comunitaria, casa de jóvenes, espacio de lavandería compartida, etc.) como blanda (cadena de ropa infantil, banco del tiempo, autobús escolar a pie, etc.), lo cual, enfatizando la tesis de que lo público también puede ser doméstico, promovería la creación de redes de apoyo mutuo en los barrios, procurando los cuidados de los moradores de esta vivienda colectiva extensiva.

Unidades de convivencia. Datos de Ecuador y España

Así mismo, para poder hablar con propiedad de vivienda, se debería conocer quién va a habitarla. Tradicionalmente, para referirse a las personas que conviven en un mismo hogar, se ha empleado el término “familia”, aunque en este artículo se hablará de unidad de convivencia, ya que se considera que este concepto abarca de manera más amplia la diversidad relacional de personas unidas por el mismo techo. Así pues, y en adelante, se entenderá unidad de convivencia al conjunto de personas que habitan de forma habitual y permanente una vivienda.

La manera que tenemos para comprobar qué tipo de unidades de convivencia habitan las viviendas de nuestras ciudades es mediante las estadísticas que las distintas instituciones públicas generan a partir de la cumplimentación por parte de los ciudadanos de encuestas, además de los propios censos de población. No obstante, en los casos revisados que se analizarán a continuación, no se profundiza en la relación que establecen las personas en su hogar, más allá de lo que se entiende por núcleo familiar (progenitores-hijos/as) y otros vínculos satélites a éste. Todas aquellas personas que integran una unidad de convivencia no convencional; es decir, que no forman un núcleo familiar, entran en la categoría de “otros” y sus diversos derivados, por lo que se infiere que, hasta el momento, no se ha considerado un dato relevante.

Generalmente, los datos que se extraen de las encuestas de hogares respecto a la composición del hogar en Ecuador y España -países en los que he vivido y conozco con mayor profundidad-, proporcionados por los respectivos Institutos de Estadística (INEC e INE), son: tamaño de viviendas y número de habitaciones, así como sexo, edad y número de personas que viven.

En Ecuador, siendo el último censo de población publicado hasta la fecha del año 2010, y aunque aparecen en el Cuestionario Censal los datos mencionados (ver fig. 2), no se publican posteriormente tablas con los mismos que permitan ponerlos en común, por lo que se hace aún más complicado extraer conclusiones sobre la estructura de los hogares. De todas formas, y haciendo un inciso, cabe mencionar que existe una creciente preocupación por incorporar la complejidad de los hogares en los nuevos estudios, a través de un mejor tratamiento de los datos obtenidos. En el documento de “Estadística Demográfica en el Ecuador: Diagnóstico y Propuestas” (Carrillo, 2011, 46) citan a la Comisión de las Comunidades Europeas (2005), en el apartado de propuestas de mejora afirmando que “debería ser posible combinar y hacer uso conjunto de los datos relacionados a partir de fuentes distintas”, un paso totalmente necesario para poder adaptar, si se requiere, la normativa vigente a las diferentes dinámicas vitales características de este tiempo.

Figura 2. Extracto del documento “Cuestionario Censal” del “Censo de Población y Vivienda de 2010”, página 5 (Ecuador, 2010).

A pesar de que los datos que hacen referencia a la estructura del hogar de los dos países son bastante limitados para conocer con profundidad la diversidad de las unidades de convivencia en ambos entornos (ver fig. 3), estos son suficientes para proponer una revisión de la normativa que rige el sector de la construcción en relación a la vivienda.

Figura 3. Gráfico de creación propia con datos de la Encuesta Continua de Hogares del Instituto Nacional de Estadística (España, 2019).

¿Refleja la normativa la diversidad poblacional?

Las ordenanzas -o decretos, o concejos, etc.- de vivienda, competencia disgregada en ambos casos entre el Estado, los cantones o comunidades autónomas, los distritos o áreas metropolitanas y los municipios, establecen unos parámetros mínimos, que acaban definiendo la tipología de vivienda que se vende actualmente en el mercado inmobiliario, sin prácticamente crítica o modificación en su mayoría, ya que parece que esto supondría una pérdida de rentabilidad, que en ningún caso conviene a las promotoras.

Aunque en un primer momento esta normativa haya servido para garantizar la salubridad de las viviendas, hoy en día se muestra insuficiente para resolver unas exigencias derivadas de los distintos modos de habitar, como se analiza posteriormente.

Tanto si se construye un edificio de viviendas en Barcelona (España) como en Quito (Ecuador), siguiendo estrictamente las respectivas normativas (3) y (4), obtenemos una vivienda totalmente jerarquizada; o, en otras palabras, una vivienda que otorga habitaciones de dimensiones distintas a los diferentes miembros de la unidad de convivencia, reforzando el sistema de familia nuclear tradicional (padre, madre e hijos), no necesariamente predominante -o en todo caso, único- en ninguno de estos dos contextos.

Por un lado, la Generalitat de Catalunya, la cual regula las condiciones mínimas de habitabilidad que deben cumplir las viviendas que se construyen en la ciudad de Barcelona, establece que, en viviendas de tres habitaciones o más, se deberá poder inscribir, al menos en una de ellas, un cuadrado de 2,60 metros de lado, siendo suficiente para el resto uno de 2×2 (3). A su vez, el Distrito Metropolitano de Quito da por supuesto quienes van a ocupar -o deberían- las habitaciones, reservando la mayor como “dormitorio padres” con un lado mínimo de 2,50 metros y la más pequeña, el “dormitorio de servicio” (4) (utilizado comúnmente por las empleadas domésticas), de 2,00 metros de lado, quedando el resto de 2,20 metros, asumiendo qué tipo de unidad de convivencia va a ser la que va a habitar cualquier vivienda y además asignando a cada habitante distintos requerimientos de espacio. Pero estas normativas no sólo están desfasadas por la jerarquía que establecen entre las personas que habitan, sino también por asumir que sólo existe una única situación posible -con la “flexibilidad” de tener más o menos hijos-. Para ilustrarlo, se puede imaginar un grupo de amigas que decide compartir piso en una nueva ciudad al cumplir dieciocho años para ir a la universidad. ¿Por qué una de ellas debería tener la habitación más grande que las demás? Igualmente, si un padre vive con sus dos hijos adultos, ¿a quién se le otorga la habitación mayor?, ¿quién pasa más tiempo en su habitación, una madre o su hijo adolescente?, ¿caben cómodamente en este cuadrado de 2,50 metros de lado dos camas pequeñas para dos hermanas jubiladas que han decidido vivir juntas su vejez para poder cuidar la una de la otra? En todos estos casos no sólo ocurre que la normativa no refleja las distintas posibilidades de una vivienda, sino que se vuelve contraproducente, ya que, aunque las personas tiendan a adaptarse, se dan situaciones incómodas e injustas.
Cada vez más estudios de arquitectura están incorporando el concepto de desjerarquización en el diseño de las viviendas, que consiste en otorgar a todas las habitaciones (espacios para dormir) unas condiciones iguales o similares en cuanto a tamaño o acceso a las cámaras higiénicas. Pero, además, se requiere que éstas tengan una dimensión suficiente para permitir diferentes distribuciones de manera cómoda (tamaños del mobiliario y distintas orientaciones del mismo), con capacidad de adaptación a distintas estructuras espaciales propias de los modos de habitar contemporáneos.

¿Permite la normativa otros modos de vivir?

Ambas normativas mencionadas con anterioridad coinciden también en la necesidad, por ejemplo, de una cocina, para que un espacio pueda ser llamado vivienda. A priori, parece que no tiene mayor sentido cuestionarse algo así, si se imagina el funcionamiento de una familia nuclear tradicional, pero ¿podría una comunidad de vecinos de Barcelona, por ejemplo, al momento de la construcción del edificio de vivienda colectiva en el que van a vivir, y de manera consensuada, decidir que prefiere una cocina por planta (cada cuatro viviendas) en lugar de cuatro (una por vivienda)? La respuesta es sencilla: no podría. Este asunto lo abordaron desde la cooperativa de arquitectos LaCol , en Barcelona, concluyendo que, para cumplir con el decreto, la solución que más se adecuaba, a ese caso específico y en ese momento, era equipar todas las viviendas con una cocina y, a su vez, colocar estratégicamente una cocina-comedor comunitaria en planta baja que todos los habitantes del edificio pudieran usar.

Lo que planteado así parece una restricción ha tratado de ser, al menos hasta el momento, un blindado de condiciones mínimas de habitabilidad. La cuestión es de qué manera se pueden preservar unos estándares mínimos que garanticen la dignidad en las viviendas sin limitar las posibilidades de las distintas maneras de vivir.

Pero esto de vivir de otra manera no surge en la actualidad, sino que es un caldo que se ha ido cultivando, como explica Zaida Muxí Martínez (2018), desde las casas sin cocina que reivindicaba Melusina Fay Peirce, ya en la segunda mitad del siglo XIX, por considerar este espacio -la cocina- una presión que limitaba a las mujeres en sus ambiciones personales, después de la revolución industrial; pasando por los kommunalka (apartamentos comunales con cocinas colectivas) de la Unión Soviética a partir de la Revolución Rusa en 1917 (Monteys, 2014); hasta las cooperativas de vivienda que surgen a finales de los años 60 en Uruguay junto con la Ley Nacional de Vivienda o en el norte de Europa en esos mismos años, colectivizando servicios tradicionalmente privados e individuales, en edificios de vivienda colectiva.

Después de estallar la burbuja inmobiliaria en España, a finales de la primera década de los 2000, se plantea una nueva alternativa para acceder a una vivienda digna desde los cuidados -no la especulación-, que resulta en las cooperativas de vivienda. Las distintas normativas que la regulan han ido adaptándose, aunque lentamente y a conveniencia política, según han ido surgiendo las necesidades. Un claro ejemplo es la Modificación del Plan General Metropolitano, en Barcelona, aprobada definitivamente en septiembre de 2018, por la que se regulan, entre otros, las plazas de aparcamiento requeridas en los edificios de viviendas, en un contexto en el que cada vez más gente utiliza el transporte público o comparte vehículo privado. Esta modificación, de hecho, es motivada en parte por el proyecto de La Borda, ya mencionado, en el que se presenta un informe que justifica la no necesidad de aparcamiento en el edificio.

Del mismo modo, en Quito, algunos estudios de arquitectura como Al Borde (Casa en construcción) (7) o Rama Estudio (8) (Co-living Guápulo), entre otros, están promoviendo actualmente nuevas tipologías de vivienda que dan respuesta y acogen una manera de vivir más comunitaria, consciente con el entorno y basada en el compartir. En ambos casos, para llevar a cabo este tipo de proyectos, se sitúan en contextos consolidados que necesitan ser rehabilitados, tendiendo a la comunidad dispersa que propone el Col·lectiu Punt 6 (9) . Cabe destacar que no existe ordenanza que regule o acoja de manera explícita este tipo de proyectos, por lo que quedan, en parte, en un limbo normativo.

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