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Los límites de lo doméstico. ¿son nuestras viviendas capaces de adaptarse a distintos modos de vivir?

Se indaga en el concepto de lo doméstico y sus límites, una idea estrechamente ligada a la dicotomía entre lo público y lo privado, teniendo en cuenta, a su vez, la interdependencia de las personas, que aboca a la necesidad de crear tejidos barriales fuertes.
Se reflexiona sobre la vigencia de las distintas normativas que regulan la vivienda en España y Ecuador, poniendo en duda su adaptabilidad a nuevas formas de habitar, a partir del análisis de estadísticas sobre la estructura de los hogares de los respectivos Institutos Nacionales de Estadística, infiriendo que las distintas ordenanzas que regulan la vivienda son, en realidad, un blindado de condiciones mínimas de habitabilidad.
Finalmente, se presentan algunas herramientas para proyectar una vivienda flexible e igualitaria y se exponen dos casos prácticos, uno en Barcelona y otro en Quito, concluyendo que la producción arquitectónica y la normativa deben ir de la mano.

Cuando pensamos en un espacio doméstico se nos viene a la mente la vivienda: el espacio doméstico por antonomasia. Pero, ¿qué es la vivienda? El significado denotativo que ofrece la Real Academia Española habla de un “lugar cerrado y cubierto construido para ser habitado por personas” (1) . La RAE no hace mención ni a la propiedad, ni a la privacidad, ni al tipo de personas que habitan o cómo estas se relacionan, etc. Pero que todos estos factores no sean contemplados en este diccionario no significa que no sean relevantes a la hora de proyectar o rehabilitar un espacio para ser habitado.

La vivienda y sus límites

Para empezar, ¿debe ser la vivienda necesariamente cerrada y cubierta? ¿No es acaso nuestra terraza -si la tenemos- parte de la misma? Y, como extensión de este concepto, ¿qué puerta es la que conduce a la vivienda en el supuesto de que vivamos en un edificio con otras unidades, la que va del espacio público al privado -pero colectivo-, la de la entrada a la propiedad horizontal que aparece en las escrituras o la de nuestra propia habitación? A estas cuestiones se puede responder con un “depende”. Depende de si el espacio colectivo es capaz de acoger otras actividades cotidianas (estar, jugar, comer, regar las plantas, etc.), además de cumplir estrictamente la función de conectar, y de las relaciones vecinales que en éste se posibiliten, pero también depende de las personas que habitan, con quién viven y su percepción.

En general, en las sociedades occidentales, y de manera progresiva, lo doméstico ha ido quedando relegado al ámbito privado. Las viviendas, tanto individuales como colectivas, muchas veces apelando a la seguridad, han sido proyectadas herméticas respecto al exterior, ensimismadas a través de muros opacos o rejas que impiden la visibilidad, desde y hacia el espacio público. Sin embargo, es de vital importancia plantear de manera reflexiva cuál es la relación que se quiere establecer con el entorno -abierta o cerrada-, ya que, tal como explica Jan Gehl “si se ofrecen posibilidades para sacar las actividades domésticas corrientes (reparaciones, aficiones, preparación de platos y comidas) al lado público de las viviendas, la vida entre los edificios puede enriquecerse sustancialmente” (Gehl, 2013, 132). Un ejemplo claro de conquista del espacio público es lo que ocurre en muchos pueblos de España, usualmente en verano, donde mayores y pequeños salen a la calle a tomar el fresco mientras charlan o juegan (ver fig. 1).

Figura 1. Reunión informal de vecinos en el espacio público en la Ribera de Cabanes (Castellón, España). Fotografía de Pepe Mallol Gasch (Julio 2018).

Es, de esta forma, que lo doméstico se apropia del espacio público, volviéndolo un espacio más seguro, tanto para los habitantes como para los transeúntes, ya que inevitablemente hay un mayor número de miradas que, de una manera informal, vigilan la calle, tal como explicaba Jane Jacobs (1961).

Los barrios, por tanto, son una potencial extensión de las viviendas, a través de su capacidad de ser espacios domésticos o, más bien, domesticados, pudiendo así aportar vitalidad y seguridad a su entorno, mediante la relación que las personas que viven en ellos establezcan.

Las personas somos interdependientes

Carolina del Olmo (2013), citada por Sara Puerto (2019), escribe en su libro “¿Dónde está mi tribu?” que “la llegada de un hijo nos hace violentamente conscientes de la fragilidad intrínseca del ser humano, y también de su carácter social o relacional, de la imposibilidad del individualismo llevado al extremo”, y es que las personas somos interdependientes, nos necesitamos durante toda la vida, aunque en ciertas etapas este hecho sea más visible que en otras, como es el caso de los primeros años de la maternidad. Consiguientemente, es indispensable, a la hora de proyectar una vivienda, priorizar los cuidados. Esta priorización se debe definir desde la experiencia de ambas partes de las personas involucradas, las cuidadoras y las que reciben los cuidados, roles que, a su vez, no son estáticos.

Durante los ciclos de la vida convivimos con diversidad de personas de diferentes edades -en términos absolutos y relativos, respecto a la nuestra- con las que, además, establecemos distintas relaciones que son, mayoritariamente, dependientes. Y, aunque las más evidentes puedan ser el caso de la infancia (etapa por la que todos hemos pasado) y la de la vejez (etapa por la que, en teoría, pasaremos), cualquier persona adulta necesita ser cuidada, no sólo en casos más extremos -físicos o psíquicos-, como por la rotura de una pierna o por padecer depresión, sino también en el día a día.

En estos casos, y teniendo en mente las diferentes viviendas en las que se ha podido habitar a lo largo de una vida, cabe preguntarse si éstas han sido adecuadas para garantizar los cuidados de todas las personas que han convivido.

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