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El sujeto de la intervención y el dilema ideológico

Necesidad y pobreza

Buscando la respuesta a esa pregunta, buceamos en el problema y esperamos que nos las brinden dos hechos: la pobreza y la necesidad insatisfecha. Pero esos «hechos» no son tales sino ideas con que bautizamos una serie de datos reales que escogemos y combinamos conforme a nuestros parámetros. Ambas nociones son construcciones ideológicas donde las haya y, por lo tanto, absolutamente condicionadas y elásticas, o sea, con condicionamientos variables.

No es necesaria demasiada información para sospechar que la idea de pobreza varía sustancialmente entre el pobre y el ministro de economía. Y varía sustancialmente entre los pobres. Y a la inexorable heterogeneidad ideológica, aún dentro de un mismo sector económico se suma la modificación histórica de la condición de la pobreza.

Ha cambiado la sociedad y, con ella, su pobreza; que no sólo ha crecido sino que, también, se ha diversificado. Nos enfrentamos con varias pobrezas. Como mínimo, con dos: indigencia y exclusión. Que no son sinónimos. La pobreza como incapacidad de acceso a los bienes y servicios básicos asumidos como necesarios por el pobre es bastante distinta a la pobreza como consciencia de exclusión  de la sociedad de consumo.

¿Con qué se confronta la pobreza? ¿Cuál es su contrafigura?:  ¿La sociedad de bienestar o la sociedad de consumo?  Estamos de nuevo en el ámbito de la ambigüedad. Y quien dice «ambigüedad» dice «equivocidad». Esta equivocidad está diáfanamente reflejada en el discurso cotidiano ante la pobreza del otro y ante un compromiso de paliarla que dispara todos los dispositivos ideológicos y, por lo tanto, éticos: «Si les das dinero se lo gastan en vino». «Yo no le doy dinero, le compro un sándwich». «Yo no les doy dinero, les ofrezco que me laven el coche».

No muy lejos de esa forma de «solidaridad» está el famoso: «no hay que darles pescado; hay que enseñarles a pescar». Consigna más avanzada; pero que no supera el conflicto. Se trata de la muy humana intervención paternalista sobre el deseo del otro ¿Qué pasa si el pescado no les gusta? En principio, habrá que poner en tela de juicio toda presunción de objetividad de la pobreza. Hasta tanto se demuestre lo contrario, sólo es pobreza aquello vivido como tal por el pobre.

Pero sigamos complicando el problema; pues a la indeterminación de la intervención se suma la complejidad de sus motivos: su «necesidad». Pues la necesidad habitacional de los beneficiarios de la intervención sólo es el motivo evidente; no es el único: toda intervención en el hábitat es fruto de un haz contradictorio de necesidades, móviles y fines. Y en el caso de la acción social esos móviles suelen estar encubiertos por un discurso inevitablemente perverso. ¿De quién es, en realidad, la necesidad de intervenir?  ¿Cuál es, por lo tanto, el programa real de la intervención?

No todos los que duermen en la calle reniegan de esa situación. Para algunos no es una situación sino una condición: no están sin techo: son sin-techo. Capturarlos, bañarlos, vacunarlos, darles de comer y alojarlos «decentemente» es, estrictamente hablando, eliminarlos. Objetivo no del todo manifiesto por parte del poder; pero que es visible en todas sus medidas: eliminar las imágenes de la desgracia, ya que no la desgracia.

El sujeto interviniente, actor sectorial

La presunta universalidad de las plataformas técnicas viene siendo puesta en tela de juicio desde hace ya varias décadas. La década del 60 fue la década de las «decodificaciones» de los contenidos ideológicos de toda práctica social: la publicidad, la moda, el arte y la arquitectura cayeron bajo la mira de semiólogos, sociólogos, antropólogos…

Y esta misma Facultad fue líder internacional de la incorporación de la Semiología a su plan de estudios. El fracaso político de la rebelión del 68 arrastró consigo a gran parte de la vocación crítica y, coincidente con la eclosión de la posmodernidad, creció una suerte de empirismo acrítico que bajó la guardia, dejando campo libre a tecnocratismos de todo tipo. La conciencia puso entre paréntesis su misión crítica y se dejó invadir por cierto viva-la-pepa intelectual que legitimó cuanta tendencia se hiciera con los medios.

El intelectual recuperó la aureola —fugazmente apagada en la eclosión autocrítica— y regresó a su condición inicial, aquella delatada deslumbrantemente por Marx  y retomada por Marshall Berman en «Todo lo sólido se desvanece en el aire».

Permítanme que les transmita algunos párrafos de Berman —quien, a su vez, transcribe a Marx— para que escuchen ambas voces en directo, que serán más precisas y elocuentes que la mía. (Ante el riesgo de que me la consulten la cita la haré extensa).

Para estos intelectuales, tal como los ve Marx, el hecho básico de la vida es que son «trabajadores asalariados» de la burguesía, miembros de «la clase obrera moderna, el proletariado». Pueden negar esta identidad —después de todo ¿quién quiere pertenecer al proletariado?— pero son arrojados a la clase obrera por las condiciones históricamente definidas en las que se ven obligados a trabajar. Cuando Marx describe a los intelectuales como asalariados, está tratando de hacernos ver que la cultura moderna es parte de la industria moderna. El arte, la ciencia física, la teoría social como la del propio Marx, son modos de producción; la burguesía controla los medios de producción de la cultura, como de todo lo demás, y todo el que quiera crear, deberá trabajar en la órbita de su poder.

Los profesionales, intelectuales y artistas modernos, en la medida en que son miembros del proletariado, no viven sino a condición de encontrar trabajo, y lo encuentran únicamente mientras su trabajo acrecienta el capital. Estos obreros, obligados a venderse al detalle, son una mercancía como cualquier otro artículo de comercio, sujeta, por tanto, a todas las vicisitudes de la competencia, a todas las fluctuaciones del mercado.

Así pues, pueden escribir libros, pintar cuadros, descubrir leyes físicas o históricas, salvar vidas, solamente si alguien con capital les paga. Pero las presiones de la sociedad burguesa son tales que nadie les pagará a menos que sea rentable pagarles, esto es, a menos que de alguna manera su trabajo contribuya a «acrecentar el capital». Deben «venderse al detalle» a un empresario dispuesto a explotar sus cerebros para obtener una ganancia. Deben intrigar y atropellar  para presentarse bajo la luz más rentable; deben competir (a menudo de manera brutal y poco escrupulosa) por el privilegio de ser comprados, simplemente para poder continuar con su obra. Una vez que la obra está acabada se ven, como todos los demás trabajadores, separados del producto de su trabajo. Sus bienes y servicios se ponen a la venta y serán «las vicisitudes de la competencia, las fluctuaciones del mercado» antes que cualquier verdad, o belleza, o valor intrínseco— o cualquier falta de verdad, o belleza, o valor —las que determinen su suerte. Marx no espera que las grandes ideas y obras se malogren por falta de mercado: la burguesía moderna es notable por sus recursos a la hora de extraer beneficios de los pensamientos. Lo que sucederá será más bien que los procesos y productos creativos serán usados y transformados en formas que harían quedar perplejos u horrorizados a sus creadores. Pero los creadores serán impotentes para oponerse porque, para vivir, deben vender su fuerza de trabajo.

Los intelectuales ocupan una posición peculiar en la clase obrera, posición que genera privilegios especiales, pero también ironías especiales. Son beneficiarios de la demanda burguesa de innovación perpetua, que agranda considerablemente el mercado de sus productos y habilidades y a menudo estimula su audacia e imaginación creativas y —si son lo suficientemente astutos y afortunados como para explotar la necesidad de cerebros— les permite escapar de la pobreza crónica en que vive la mayoría de los trabajadores. Por otra parte, puesto que están personalmente involucrados en su obra —a diferencia de la mayoría de los asalariados, alienados e indiferentes—, las fluctuaciones del mercado los afectan de manera mucho más profunda. Al «venderse al detalle», venden no sólo su energía física, sino su mente, sensibilidad, sus sentimientos más profundos, sus capacidades visionarias e imaginativas, prácticamente todo su ser. (…)

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