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Domesticidad(es) queer. Aproximaciones desde la perspectiva/experiencia queer sobre los espacios domésticos

Domesticidades queers/cuirs

Para descargar las propuestas teóricas a la espacialidad, al territorio, en términos académicos, rescataré dos casos de aplicación de las categorías de análisis propuestas. Por un lado, el caso de mi propia domesticidad, el hogar que conformamos con nuestra familia, y, por otro lado, una propuesta de vida cuir y comunitaria, revisitando el caso de la Aldea Gay.

Quedarse en casa fue una consigna que alteró fuertemente los modos de habitar y generó nuevas reflexiones en torno a la unidad de habitación y su expansión. No fue fácil adaptarse, inclusive contando con los privilegios de tener un techo, poseer servicios e infraestructuras próximas, disponer de conectividad y todo lo que se volvió indispensable para sostener las condiciones de salud y productividad requeridas por las nuevas reglas.

Durante este período, con nuestra familia, habitamos en una unidad de esa arquitectura tipificada, producto modelo y para modelos, y objeto de la especulación inmobiliaria en un barrio al norte de la ciudad de Buenos Aires, donde el metro cuadrado es programado con las reglas del mercado y la lógica del extractivismo urbano en las que importa el rendimiento de la renta y no la vida de quienes lo habitan. Es decir, somos personas que escapamos al modelo de usuario, viviendo contenidxs dentro de una arquitectura “neutral” que normaliza la vida en: dos ambientes, dormitorio en suite, cocina integrada, balcón terraza al frente, toilette y balcón de servicio con conexión para lavarropas.

Por otro lado, revisitaremos el caso de la Aldea Gay o Villa Rosa, a través de la lectura de trabajos de María Carman, publicaciones de medios periodísticos de la época, el cortometraje documental “entrenosotro” realizado en 1998 por El séptimo pasajero Producciones y dirigido por Sebastián Molina Merajver y, especialmente, reconstruyendo el relato de compañeres de la Comunidad Homosexual Argentina (C.H.A.), agradeciendo fuertemente a Marcelo Suntheim, quien fuera pareja de César Cigliutti por su aporte. César, lamentablemente, falleció en octubre de este año, fue presidente de la C.H.A. y, entre varias de sus acciones militantes, se ocupó de apoyar a les compañeres que habitaban la villa (19).

Los casos son una excusa para poner en juego estas categorías propuestas en territorios específicos y comenzar a hacernos preguntas a nosotrxs mismxs y a los campos de estudio: ¿qué es un espacio queer? ¿qué son las domesticidades queers?

Proponemos reflexionar sobre la relación entre el habitar doméstico de las personas queer y la arquitectura normalizadora que es producida en la ciudad contemporánea. ¿Hay margen para habitar desde los fallos en la representación? ¿Es capaz la arquitectura que reproducimos de albergar lo queer? ¿Cuirizamos los espacios cotidianos o la espacialidad nos domestica lo queer?

Cuirizar el espacio doméstico

Vamos a trabajar sobre las categorías propuestas en la primera parte de este artículo, aplicándolas en este primer caso al leer lo que sucede con el habitar de las disidencias en los espacios neutrales que produce la ciudad.

Tomemos la propuesta de queering design para traerla a estas latitudes y espacialidades, proponiendo cuirizar como acción y efecto en la espacialidad del habitar enrarecidx que producimos las personas des-identificadas de la (cis) heteronorma.

Nuestra domesticidad transcurre, como adelantamos, en una unidad funcional de un edificio de propiedad horizontal en una metrópolis al sur de Latinoamérica, últimamente en contexto de pandemia.

La primera cuirización de lo doméstico fue impulsiva y colectiva. Nos debimos recluir en el hogar para proyectar y sobreexponer desde allí nuestra intimidad. Forzosamente se desdibujaron todas las fronteras y el espacio privado fue público. Se enrarecieron las funciones: el comedor fue oficina, el dormitorio fue estudio, la cocina fue aula; fallaron todas las representaciones. Nada más queer que el ejercicio de migrar usos, des-binarizar la vida y exponer lo privado.

En el artículo “Acerca del balconear”, aprobado para ser publicado entre los textos que componen “Habitar la Arquitectura en Tiempo de Pandemia” que editará la Secretaría de Investigación y Posgrado de la Facultad de Arquitectura y Urbanismo de la Universidad Nacional de Tucumán, propusimos una lectura sobre la desclasificación del espacio privado/público en el nuevo habitar de los balcones durante el período de ASPO:

“Hay actividades que pertenecían a otros niveles de privacidad y hoy se encuentran expuestas o se decide exponer y hasta compartir entre balcones y otros espacios semiprivados. En estos espacios no sólo observamos, sino que somos observados. Desde allí controlamos y nos controlan” (Giaimo, 2020).

Ubicadas allí algunas reflexiones sobre ese espacio semipúblico donde, con la pandemia, se intensificó el uso como dispositivo de control/exposición de la vida cotidiana, nos adentramos ahora al resto del hogar, a otros ambientes donde transcurre la domesticidad. ¿Qué sucede, por ejemplo, cuando quien hace uso de la cocina no pertenece al género social y arquitectónicamente designado para eso? ¿Es posible desterrar al género de la materialidad que habitamos? Entendemos como una deuda pendiente el trabajo transdisciplinario y político para emancipar a la espacialidad de los roles, conductas y expresiones asignadas por género. También nos proponemos desmarcar a los espacios de asignaciones de género, eliminar esas fronteras físicas y simbólicas.

Para eso nos preguntamos, mientras tanto, cuáles son los mecanismos con los que las personas cuirs adaptamos la espacialidad falsamente neutral para poder utilizar los espacios que habitamos. Les cuirs nos habíamos adelantado a la mixtura de usos que provocó masivamente la pandemia. Las tareas productivas y reproductivas eran designadas por nosotres indistintamente en espacios pensados para lo productivo o lo reproductivo, lo social y lo privado, porque habitando como queers ya les habíamos negado los binarismos impuestos a la casa, al cuerpo y a las cosas. Migrando los usos de los territorios cotidianos, algo que se nos da muy bien, ya que lo primero que hicimos fue desmarcarnos de lo que esperaban de nuestrxs cuerpxs, de ese primer territorio en disputa que Ana Falú identifica en escalas: “primero el cuerpo que habitamos, para poder hacerlo con otros territorios: la casa, el barrio, la ciudad, el territorio de lo colectivo, de las formas organizadas, de la vida social, política, económica” (Falú, 2014: 20) y que cotidianamente cuestionamos algunas mujeres, disidencias, personas LGBTI+ y diversidades.

Es lógico pensar, bajo estos paradigmas presentados, que, si bien producimos espacialidad con nuestras identidades sexogenéricas disidentes, hay que echar mano a múltiples recursos para efectivamente producir las reinterpretaciones necesarias en la espacialidad, para poder dar cobijo a nuestras prácticas, pues como se dijo anteriormente, la arquitectura trabaja en el universo de lo que es regla y nosotres habitamos la excepción.

Estas interacciones y planteamientos propuestos tienen arraigo también en la vinculación entre la teoría queer y las corrientes que proponen el giro afectivo o el revisitar de la teoría del afecto (20), propuestas igualmente ambiciosas en la transformación de los paradigmas hegemónicos del saber/experimentar, que problematizan sobre los límites, definiciones y enfoques sobre la identidad, el cuerpo y la materia (Liu, 2020). “El afecto queer (21) proporciona una nueva lente analítica que replantea la cuestión de la escala y conecta las prácticas íntimas del deseo y el cuerpo y las formas globales de socialidad” (Liu, 2020: 17). Si (re)codificamos las prácticas íntimas como prácticas públicas, haciéndonos cargo de su incidencia en la producción social de espacio urbano, esta conexión que “se niega a tratar la sexualidad basada en un marco binario de normalidad y antinormalidad” (Liu, 2020: 17) podría acompañarnos en nuestra búsqueda de desmantelar las lógicas de “las nociones modernas de espacio-tiempo y la ontología occidental” (Liu, 2020: 17). ¿Hay claves en estas lecturas que nos permitan conectar lo queer a lo espacial, en términos de incorporar a la práctica propiamente proyectual otras categorías como los afectos, los deseos y las sexualidades?

Gran parte de las producciones que enlazan lo queer con lo espacial provocan desde la tensión de habitar una sexualidad diversa (“otra” orientación sexual, la no-heterosexual) en un espacio heteronormado, desde prácticas y acciones sexuales o que sexualizan la espacialidad. La sexualidad e identificación disidente ha sido el motor para subvertir los deseos eróticos inhabilitados en el espacio público, explorar el mundo alrededor de quienes ejercemos esas otras sexualidades y cómo desde esas prácticas migradas construimos otras espacialidades.

Sara Ahmed explora cómo habitamos los espacios desde su fenomenología queer, demostrando que las relaciones sociales están organizadas de forma espacial, de manera que lo queer subvierte y reordena estas relaciones, al no seguir los caminos convencionales, y que dicha des-orientación es también política (Ahmed, 2019).

Nuestra sexualidad anormal y política contagió, para problematizar desde el léxico de los discursos patologizantes de la medicina, a la espacialidad habitada y, al subvertir el orden de lo privado y lo público, alteramos con ello las categorías del espacio compartido desde nuestras domesticidades queers; es decir, cuirizamos la ciudad.

Desde nuestro propio hogar, para recuperar el caso, utilizamos el balcón para proyectar la diversidad de nuestra intimidad sobre ese espacio público nuevamente negado (Giaimo, 2020). Decimos nuevamente, porque, inclusive antes de la pandemia, la experiencia urbana estaba recortada por prejuicios sobre la expresión e identidad de género y las orientaciones sexuales, afectivas y políticas no heterosexuales. Sin embargo, desde nuestra intimidad encuarentenada proyectamos en pantallas y espacios ajenos nuestra domesticidad errada, la que emancipa lxs cuerpxs del yugo del género, o eso intenta al no repetir prácticas y roles que pertenecen a otras lógicas, a otras organizaciones sociales y espaciales que nos resultan violentas y (re)producen la dominación del género dominante sobre lxs demás.

Esa emancipación física depende de un ejercicio de visibilización, profundamente política. La domesticidad cuir suele suele ser sinónimo de reclusión hacia lo no-público: la privacidad del closet y el encierro del calabozo son lugares visitados cotidiana y forzosamente por nuestras identidades expulsadas y criminalizadas, también espacialmente. Se nos exige dejar “en la intimidad” lo que nos delata socialmente como anormales antes de acceder a los espacios públicos. Nuestras expresiones cuirs son clandestinizadas hacia espacios infrahumanos, porque lo público es dominio de la humanidad y, si bien nosotres ”no queremos ser más esa humanidad” (Susy Shock, 2017: Cubierta) no pretendemos renunciar a la experiencia urbana, a la ciudad, aún queremos besarnos “en la plaza de todas las Repúblicas o elegir aquellas donde todavía te matan por un sodomo y gomorro beso” (Susy Shock, 2020: 123).

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