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Domesticidad(es) queer. Aproximaciones desde la perspectiva/experiencia queer sobre los espacios domésticos

Lo doméstico

Antes de abordar el espacio doméstico en particular recuperaremos algunas nociones sobre el espacio como concepto general y en la clave propuesta anteriormente, aquella donde el campo de las profesiones que lo diseñan y materializan se encuentra con la perspectiva de género(s) y las políticas feministas, LGBTI+ y queer. Hablamos de géneros y feminismos porque nos gustan los plurales, puesto que complejizan y multiplican, porque la multiplicidad disputa el poder monopólico y hegemónico sobre todos los saberes (13), como la voz única en la planificación urbana, por ejemplo. La arquitectura se presenta muchas veces como el único oficio que hace ciudad, pero hay capas y significados en juego que se enriquecen al multiplicar, porque cuando decimos, por ejemplo, territorio, bajo estos códigos, podemos (re)interpretarnos desde los estudios urbanos, la sociología, el urbanismo, la geografía, la arquitectura y demás profesiones y prácticas que estudian y materializan lo urbano. Así, cuando decimos ciudad no decimos solamente edificios, calles y plazas, desde la perspectiva de la producción social del espacio, las sociedades producen espacialidad con sus prácticas y, a la vez, para entender sus prácticas se deben interpretar sus espacios (Lefebvre, 1974).

Siguiendo el sentido de ampliar las texturas del debate y complejizarlo, cuando estudiamos la desigualdad urbana ya no hablamos únicamente de pobreza, sino que dialogamos desde la interseccionalidad, las interconexiones de raza, género y clase (Crenshaw, 1991) y también leemos las desigualdades en términos de verdaderas expulsiones (Sassen, 2015), como un sistema complejo y brutal al que ya no alcanza con caracterizar en términos de desigualdad.

Entonces, cuando decimos espacio urbano acordamos que no hablamos únicamente de materialidad sino de ideología, simbologías y prácticas y afirmamos que, dados los procesos de expulsiones y la lectura interseccional, en términos de la experiencia urbana, los espacios públicos no son neutrales como se presentan. No es lo mismo realizar trayectos vitales con determinada diversidad de movilidades/capacidades, a determinado horario, con cierta expresión/identidad de género, siendo o no migrante (o pareciéndolo), siendo o no queer, etc.

Al respecto de la neutralidad y la perspectiva desde el derecho a la ciudad en clave feminista, la referencia es directa con las palabras de la colega Ana Falú: “Las producciones teóricas dominantes de la actualidad insisten, del mismo modo que en sus inicios, en pensar la planificación de las metrópolis desde la “neutralidad”, la cual no responde a la diversidad de las mujeres, de las identidades disidentes LGBTIQ+ y sus derechos a habitar, transitar, disfrutar de sus ciudades. Bajo conceptos tales como familia y población, con esta perspectiva “neutral” los y las planificadores/as urbanas y decisores de políticas de hábitat y vivienda siguen accionando en clave de viejos estereotipos, entre ellos los de hogares nucleares, desconociendo la diversidad de relaciones socio-afectivas y expresiones identitarias que se registran” (Falú, 2019: 10).

Sobre urbanismo con perspectiva de género y en clave feminista hay un extenso desarrollo intelectual y de acción de pensadorxs, colegas y referentxs, colectivas e individuales, de estas latitudes y de otras regiones. Quiero contener aquí sólo algunas líneas que aportan a este diálogo con lo queer como categoría de análisis para el estudio del espacio doméstico, pero la experiencia es extensa y provechosa para quien quiera indagar en los urbanismos feministas.

Un punto de contacto es la concepción de los sistemas de expulsión en clave interseccional y, otro, el de la falsa neutralidad, tanto de quien diseña y planifica (el actor), como para quien es planificada y construida la ciudad (el modelo), pues son personas idealizadas y que actúan bajo paradigmas de capacidad/productividad y heteronormatividad que, en consecuencia, reproducen espacios subordinados a prácticas patriarcales y expresiones cisgénero.

Si el uso del espacio público está condicionado por aquello que se considera socialmente aceptable ¿cuánto margen hay para desfasarse del modelo de habitante deseable sin ser empujadxs al borde de lo urbano?

¿Qué nos señala, con su espacialidad, una sociedad que delimita fronteras urbanas tan violentas al respecto de la identidad de género; por ejemplo, desde la puerta de los sanitarios públicos, pensados e identificados casi siempre en la clave binaria de hombre/mujer? ¿Qué espacialidad construyen las prácticas represivas sobre las expresiones de afectividades y sexualidades disidentes, prohibidas en el espacio público, e inclusive castigadas con el uso de diversas violencias, desde la sociedad y el Estado? ¿Qué geografía delimitaron los códigos de faltas para quienes practicábamos actos homosexuales, nos vestíamos con ropas del sexo opuesto o teníamos gestos y ademanes que ofendían la decencia pública? ¿Hay huellas urbanas de esos actos contravencionales? (14).

En esa intersección y desde la sociología urbana, pero ya próximo al estudio desde la perspectiva de géneros y la diversidad sexual, se expresa Martín Boy, para promover esas categorías (géneros y sexualidades) “como dimensiones que nos hablan acerca de cómo, por y para quién está pensado el espacio público y la ciudad” (Boy, 2018: 153). Boy indica que la experiencia urbana está condicionada por el género y su expresión, de modo similar a posturas y encuadres feministas. Luego de analizar algunas fuentes de aquella vertiente señala que existen fronteras de clase, género y sexualidades (entre otras) que son expresión de la disputa entre sistemas de moralidad que buscan imponerse unos sobre otras en el territorio urbano y a esos (des)encuentros los rescata como oportunidades analíticas para trabajar desde la investigación y dar cuenta que las prácticas identificadas construyen una ciudad que no es para todxs (Boy, 2018).

¿Qué espacialidad urbana produce la disidencia sexogenérica? Y, a la vez, ¿qué disidencias urbanas provoca la experiencia heteronormada de las ciudades?

Entonces, el espacio urbano, tal como lo analizamos, no es neutral, porque reproduce las barreras simbólicas del patriarcado en el espacio físico, tornándolo inaccesible por prejuicios sobre las identidades y expresiones de géneros. Pero nos ocupa aquí otro espacio: el doméstico, el de lo cotidiano, el que está asociado al universo de lo privado y sobre el cual recae, a veces, la imagen opuesta, como el lugar de la otra cara de la ciudad: la casa.

Sobre la lectura de la vivienda, el hogar y los espacios que contienen las domesticidades, también hay lecturas en claves feministas y queers que alertan sobre las reproducciones de las inequidades/expulsiones: por un lado, las jerarquías interrelacionales entre los diversos ambientes que conforman un hogar y, por otro, entre sus habitantes.

¿Cuánto mide una cocina? ¿A quién ubicamos en el imaginario cuando pensamos este espacio y cuál es su género? ¿Por qué la identificamos como el corazón de la casa? ¿Por qué no puede ser el cerebro o el estómago, para el caso, asimilando aún más las “funciones”? La cocina y los espacios de servicio son los lugares donde se contienen las tareas propiamente ligadas a lo que conocemos como trabajo doméstico, gran parte de las labores entendidas como tareas de cuidado. Tareas indispensables para la reproducción de la vida y sostén estructural del sistema económico/productivo vigente, detalladamente relevadas en siete territorios urbanos de la región latinoamericana en ¿Quién cuida en la ciudad?, investigación editada por Nieves Rico y Segovia (2017) para la CEPAL. ¿Quiénes cuidan? Las mujeres. La brecha salarial, el uso del tiempo, las características particulares de movilidad, la autonomía física, las tareas no remuneradas y la intersección de la pobreza con la raza y la realidad migrante, entre otras, son las problemáticas en las que hace foco el estudio en el que se revela la situación regional de las mujeres y su rol en el espacio urbano y los hogares.

Nos resulta un interesante contrapunto, al respecto de quienes ocupan el rol de ama/os de las casas, comparar la postura desde algunas lecturas con perspectiva de género, que dan cuenta de cómo el rol social de las mujeres tiene un correlato con el rol al interior del hogar, y la lectura de domesticidad que podemos capturar en el trabajo de Preciado sobre la casa de un soltero multimillonario: la mansión Playboy.

Sobre la perspectiva de género en la arquitectura, Mónica Cevedio ya en 2003 hacía algunos aportes y, en su adelantada lectura, relacionaba “los roles asignados cultural e ideológicamente a cada una de las personas que constituyen una familia” (Cevedio, 2003: 71), la división sexual del trabajo y el lugar relegado de las mujeres a lo privado y doméstico (Cevedio, 2003). También hace un aporte interesante sobre la jerarquía de los ambientes y elementos que conforman cada espacio de la casa familiar, en su formato tradicional, y una breve historización sobre cómo se desarrollaron las prácticas proyectuales de cada sector del hogar. La cocina, por ejemplo, en el caso que rescata de las casas artesanas donde se realizaban, en el mismo espacio, las tareas productivas y reproductivas y cómo, al segregar las tareas reproductivas, las mismas se invisibilizan en la esfera de lo privado, conjuntamente con las mujeres que realizan esas labores.

Esas transformaciones que modificaron los espacios de lo doméstico distan fuertemente, en términos simbólicos/espaciales, de lo que llevó a reformular el espacio interior de la Mansión Playboy. Ese esfuerzo del magnate de la revista para adultos no buscaba alterar la domesticidad en términos de dar mayor privacidad a su vivienda (de proveerla de intimidad), sino de representar una alternativa radical al hogar unifamiliar contemporáneo y enfrentar la idea del hogar heterosexual como espacio reproductivo, convirtiendo la suite principal en el centro de mando de ese universo productivo coordinado desde la cama (Preciado, 2010).

Pero, ¿qué sucede con quienes no somos ni amas ni amos (ni pretendemos serlo)? y, de paso ¿por qué no interpelar al lenguaje y desemplear categorías violentas de dominación y conquista al hablar de espacio y territorio?

¿Qué sucede con quienes, inclusive cumpliendo con la identificación en clave binaria, desafiamos lo que se espera de nosotrxs en la intimidad del hogar? ¿Qué sucede con aquellos seres masculinos/masculinizados que emplean la cocina y aquellas personas femeninas/feminizadas que emplean la cama? La lectura enrarecida de los roles es una lectura queer sobre el espacio. Las interpretaciones subvertidas sobre lo doméstico son miradas cuirs sobre la espacialidad de lo cotidiano.

Por otro lado, al respecto de las relaciones entre co-habitantes, Laura Sarmiento habla de personajes policiales que encarnan al patriarca en la cotidianidad de cada hogar, según las categorías de análisis de sus arquitecturas existenciales con las que vincula lo espacial con la materialidad-cuerpo-territorio (Sarmiento, 2020). Estos personajes serán quienes adoctrinen a lxs demás habitantes en el orden heteropatriarcal: “obedecer al macho dominante y cuidar a la familia” (Sarmiento, 2020: 4). La célula urbana diseñada como tecnología de género (15) reproduce el orden establecido. La casa familiar deviene una caja domesticadora de expresiones no deseables, donde la propia familia (la de origen) será la que se ocupe del entrenamiento para la vida social y (re)productiva de sus ocupantes. Funciona así la verdadera máquina, no la de habitar, sino la de reproducir habitantes aptos (16).

Si entendemos entonces los hogares como espacios regulados por relaciones patriarcales hacia adentro y hacia afuera, desde lo privado y hacia lo público (y viceversa) podemos empezar a desdibujar la frontera, encontrar matices y abordar el estudio por fuera de categorías de dominio y patrimonio y tensarlas, por supuesto, en clave no binaria. Hay relaciones en los espacios domésticos que condicionan la experiencia urbana y la producción del espacio público (Rodó de Zárate, 2018). Ante la ambigüedad de lo público y lo privado no podemos seguir hablando de la domesticidad como un asunto exclusivo del habitar al interior de los hogares. Si lo personal es político lo privado es público (17).

Para terminar de contextualizar este abordaje sobre lo doméstico, no podemos dejar de incorporar las estrategias de salud que requirió la pandemia por Covid-19 y que revolucionó tan fuertemente las domesticidades. El 20 de marzo de 2020 entró en vigencia la estrategia de Aislamiento Social Preventivo y Obligatorio (A.S.P.O.) en Argentina. Se comunicó bajo una consigna que restringía la circulación, gestionaba las distancias y remitió a condensar todas las actividades cotidianas justamente en el lugar que nos ocupa, el que, cotidianamente, se relaciona con lo doméstico: “Quedate en casa” (18).

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