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Cartografías desde un exterior indiscreto

El siguiente texto reúne una serie de fragmentos escritos durante los primeros meses del aislamiento social, preventivo y obligatorio del año 2020. Frente a un escenario colmado de incertidumbre aparece la contemplación del exterior próximo como posible fuga y refugio. Se capturan situaciones cotidianas de la reclusión doméstica que se entrelazan con arquitecturas de fantasías, relatos de ficción y preguntas imposibles, desatendiendo las certezas y los tecnicismos.

Miro y espío las porciones semicubiertas que rodean este claustro de aire común, mis nuevos nodos de conexión visual, la (in)acción compartida.

Una colección de escenarios de cotidianeidad, como estampitas superpuestas con relativa diversidad, pero mucha cantidad de telones y espesores.

Fuelles de contacto múltiples y entretejidos. El aire comprimido, compartido, la frontera perforada y perdida, de tod_s y de nadie.

Miro y espío el pulmón de manzana desde una plataforma aérea que da al este y limita con una avenida.

Sobre una superficie resbalosa y de color claro dos nenas se sientan con las piernas extendidas y se toman de la mano. La lonja gris de cemento que conforma el balcón se ablanda. Se enrosca en sí misma y baja en forma de espiral haciendo que ellas se deslicen serpenteantes hasta el patio de una vecina. Esa señora que todas las mañanas saca su silla de tiras plásticas y reposa al sol con su traje de escamas verdes. Una sirena lagarta y sabia que sabe esperar. Espera y cuando baja el sol se dedica a extirpar las hojas secas de su campo frondoso con dedicada lentitud y compasión. Sus climatizadores de ánimo son los limoneros y las magnolias.

La frontera de su patio es maleable. Un muro blanco se quiebra de forma elástica y, a veces, según ella desee, puede ser suave, permeable, translúcido u opaco. De noche una luz azul intermitente la encandila mientras la música me aturde. En el último piso de la torre se cierra un telón naranja de terciopelo que proyecta la sombra de una bailarina. Tiene el pelo largo y unos brazos de pulpo. Se dirige a sus espectadores transoceánicos con la pantalla apoyada en la biblioteca y cuatro horas en el pasado. Su mayor refugio es el baño-camarín en el que sueña y se desvela. Hay olor a quemado y un gato plateado se esconde cuando grito.

La nave-galpón del centro abre sus techos de chapa desparramando unas rampas de skate y patinaje. En ese mismo segundo una oruga negra migra hacia su destino final arrancada por unos dedos furiosos que no la dejarán nunca relucir su espejo por miedo. Esas manos llenas de barro agarran el encendedor que provoca el olor a quemado que me tuerce. Silencio.

La pelota golpea el ojo de buey que envuelve la cama del señor del quinto. El cristal no se rompe, ni el ruido lo despierta. Sueña que está en el tren a Misiones y se refresca con cerveza durante la noche de calor. La pelota no cae nunca y quien la tiró decide entre el llanto y la aventura trepar a buscarla. Las paredes son redes y el camino fluye bajo su escalada específica. Es una pelota blanda con costuras en rombos. La tiene un perro entre los dientes que corre de forma constante y en círculos sobre un tinglado decorado. El enfrentamiento ocurre. La pelota sólo dispara de nuevo y se hace inalcanzable hasta desaparecer.

Parece un juglar así vestido. Escucha música y tiene una capa de seda. Salta por la terraza esquivando las sogas negras, las rocas de ventilación y el agua entubada. Rebota y dobla los codos curvando la espalda hasta tocar los tobillos. Cuando se levanta no sabe dónde está ni quién es. Los yuyos se infiltran y arman un laberinto con escaleras empinadas y cápsulas teleféricas que lo sumergen varios metros bajo tierra. Oscuro y silencioso. El subsuelo donde se conectan las redes que nunca vio y escucha el arroyo entubado convertirse en catarata. El túnel, que es bien difuso, lo empuja al agua y el paisaje se hace pegajoso y exagerado.

Espacios recortados por sombras, siluetas, amuletos, rituales, convenciones y abrazos. Los espectáculos domésticos permiten ver algo en movimiento o la escena vacía y congelada. No hay nada extraordinario. ¿O sí?

¿Cómo nos afectan los lugares imposibles de transformar?

Lejos de la masificación es que esta forma de transicionar sucede en nuestros refugios apilados en vertical o desparramados como islas, aislados del roce de pieles y respiraciones anónimas que nos ofrecía hace no mucho la ciudad densa.

¿Podremos imaginar una forma de cohabitar que se moldee en los contextos más impredecibles? ¿Se podría conformar un balcón-picnic, un baño-mardelágrimas, un zaguán-siesta, un pasillo-tobogán, un rincón-jungla, una pérgola-carpa, un patio-puente? ¿Cómo se transforma un jardín de invierno en otoño, un sillón en recital, un ascensor en nave, una alfombra en pista de patinaje, un umbral en un museo? ¿Cómo hacemos para permitir(nos) que todo esto suceda? ¿Cómo se pueden pensar nuestros lugares de vida cuando se vuelven refugios?

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